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Alfredo Cuellar

USTED

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EN SÍNTESIS

Si -Usted- es uno de mis lectores, sabrá que suelo escribir uno o dos artículos a la semana. Los temas varían, pero, como hacen tantos articulistas, aprovecho asuntos que interesan a la mayoría: Política, migración, hispanos en Estados Unidos, México, economía, temas sociales y, sobre todo, educativos —el alma de mi oficio durante más de medio siglo. Principalmente escribo de Micropolítica, disciplina de mi autoría. Casi nunca hablo de mi vida personal. Hoy, para -Usted-, hago una excepción.

Me considero un hombre irremediablemente romántico, tanto que a veces rozo lo cursi. Lloro con las películas de amor, conservo los gestos de antaño y me esfuerzo por seguir siendo un caballero: regalar flores a mi esposa, abrumarla con halagos, repetirle que su sola presencia me enloquece de amor. Por un beso suyo doy la vida. La música de mis tiempos se estacionó en mi alma con tal intensidad que apenas deja espacio para lo moderno. Confieso, con un poco de pena, que géneros como rap, trap, latin trap, drill o hyper pop ni los distingo bien —para escribirlos tuve que “guguliarlos”.

Los tríos, las baladas, las canciones de antes; cantantes como Marco Antonio Muñiz, José José, y compositores como Agustín Lara o, más reciente, Manuel Alejandro, me siguen no solo cautivando, sino que forman parte de la identidad de este viejo que cada día recibe la mala noticia de que algún amigo o conocido ya emprendió el viaje eterno.

Es aquí donde quiero volver a usar -Usted-. La canción. Si -Usted- no la conoce, quizá debería dejar de leer lo que sigue, pues le costará trabajo conectarse con esta historia real que hoy le regalo.

Corría el año 1967. La Ciudad de México se preparaba para ser sede de los XIX Juegos Olímpicos. Nadie sospechaba, sin embargo, la gran conmoción que vendría meses antes: el Conflicto Estudiantil. Pero no me desvío: volvamos a -Usted-.

Yo era estudiante de primer año en la Escuela Nacional de Educación Física, en el corazón de la Ciudad Deportiva, por la Colonia Jardín Balbuena. Mi decisión de convertirme en profesor de Educación Física había contrariado a mis padres, quienes se tragaron su orgullo y respetaron mi terquedad de dejar la Universidad Iberoamericana —donde ya estaba inscrito— por hacerme “pelotero”, como decía mi padre a sus amigos, burlándose de mi pasión por el basquetbol. Aquella decisión, que trajo sus dramas y angustias, me permitió prepararme con tal denuedo y obsesión que llegué a sacar el primer lugar entre los aspirantes. Me distinguieron para tomar el Juramento de ser digno estudiante en el primer día de clases, así que maestros y compañeros sabían bien quién era y cómo era. Todo esto para explicar los contextos de -Usted-.

Ya habíamos pasado buena parte del primer semestre. El grupo inicial se había engrosado con “recomendados”: jóvenes que no pasaron el examen de admisión o no cumplían algún requisito, pero que, por los hilos invisibles de funcionarios, conocidos y parientes, lograban ingresar. Mientras la jerarquía natural valoraba más a quienes habíamos aprobado desde el principio, la juventud obraba sus milagros y pronto todos terminaban aceptados, haciéndonos un solo grupo. Regresando a -Usted-.

Era una mañana cualquiera. Salíamos de una clase de Fisiología con el Dr. Solís, en un salón del tercer piso de la entonces moderna ENEF. Había una estricta estratificación de pisos y colores de uniforme: primer año en azul rey, segundo en blanco y tercero en azul oscuro —la élite. Por eso me llamó la atención ver a un señor de traje esperando afuera. Al salir con mis compañeros, se dirigió a mí:

—“¿Usted es Alfredito?”

Lo acompañaba un joven de nuestra edad, tímido. Inmediatamente supe que venía de hablar con el Director, porque era la única persona que me llamaba así: Alfredito. Formal y cordial, respondí:

—“Para servirle. Dígame.”

El señor se presentó:

—“Permítame: soy José Luis Monís Zorrilla, el autor de la canción Usted.”

Los ojos casi se me salen de la cara. Con mi estilo norteño y la seguridad que siempre me ha acompañado, le sonreí y le dije:

—“Primero que nada me va a permitir darle un abrazo, porque esa canción me vuelve loco de emoción y la canto no sólo en la regadera, sino siempre que me la piden.”

Agregué:

—“Tengo otra clase y nunca falto, pero si me espera, al salir tendré un receso y me encantaría platicar con -Usted-.”

—“Con gusto lo haría —me dijo— pero será en otra ocasión. Sólo vengo porque me dijeron que -Usted- es un gran alumno y quiero recomendarle a mi hijo, José Antonio Zorrilla Ducloux, que me acompaña. Se lo encargo mucho.”

Sin dudarlo, respondí:

—“Cuente con eso, Sr. Zorrilla.”

Cumplió su promesa. Regresó varias veces. Me lo devoraba a preguntas. La obligada: ¿Cómo se le ocurrió esa pieza? Me contó:

—“Tenía una novia en Mérida, de donde soy. Me di cuenta de que la palabra -Usted- se usa de tantas maneras. Si uno está enojado y te quieren contentar, dices ‘No me hable -Usted-.’ O si estás feliz, dices ‘-Usted- es mi adoración.’ Y de pronto pensé… Usted es la culpable de todas mis angustias y todos mis quebrantos.”

Mucho más me narró. Hablamos de otras composiciones de él como Bonita cuya música la puso Luis Alcaraz; y de Perdóname mi Vida que popularizó Alberto Vázquez. Desde entonces, la canción Usted se volvió no solo un himno a mi incurable romanticismo, no solo un clásico que no me canso de escuchar, ni una pieza interpretada por tantas voces queridas, sino la canción que me recuerda la grandeza de un padre que confía en su hijo y le abre caminos, y el privilegio que tuve de conocer de primera mano la ternura y la chispa de un compositor inmortal.

José Antonio, el hijo del gran Monís, fue un compañero ejemplar, responsable y solidario, siempre a la altura. Al graduarse siguió Medicina —quizá sea hoy un gran especialista— y lamento haber perdido contacto con él. Lo aprecié no sólo por ser hijo del autor de Usted, sino por su temple y su calidad humana.

Hoy no puedo escuchar esa pieza sin ver aquellos ojos enormes del autor, en la flor de su edad, esperándome para hablar. Un eterno enamorado del amor. Y yo, cada vez que suena Usted, vuelvo a creer que la música es capaz de fijar para siempre las más dulces coincidencias de la vida.

 

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