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Trump vs Musk

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Códigos de poder
David Vallejo

El siglo que se desarrolla ha disuelto las fronteras entre lo político, lo tecnológico y lo simbólico. Ya no se enfrentan únicamente partidos o ideologías, sino relatos, plataformas y modelos civilizatorios. Y en el centro de esta colisión emergen dos figuras que durante un tiempo parecieron caminar en paralelo, pero que hoy se encuentran enfrentadas con toda la crudeza de los conflictos de época: Donald Trump y Elon Musk.

La alianza existió. Musk apoyó a Trump con más de 250 millones de dólares en el ciclo electoral de 2024. Fue nombrado jefe del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), un experimento de modernización que pretendía rediseñar la burocracia federal con lógica empresarial. Durante meses, su presencia en la órbita del poder no solo fue bienvenida: fue celebrada. Musk simbolizaba la irrupción del capital disruptivo en el corazón del Estado. Y Trump, el acceso a un aparato gubernamental dispuesto a favorecer la expansión tecnológica sin filtros regulatorios.

Todo se quebró en mayo de 2025, cuando Musk renunció a su cargo y criticó abiertamente el paquete legislativo estrella de la administración Trump: el llamado “One Big Beautiful Bill”. Lo calificó como “una abominación repugnante”, denunció que aumentaría el déficit en más de 2.5 billones de dólares, y condenó la eliminación de subsidios para vehículos eléctricos y energías limpias. Acusó al gobierno de ceder ante la vieja economía, de traicionar la innovación, de retroceder hacia modelos fósiles.

Trump no tardó en responder. Desde Truth Social, lo acusó de “haber perdido la cabeza” tras quedarse sin subsidios, y anunció públicamente su intención de rescindir los contratos gubernamentales con empresas como SpaceX y Starlink, bajo el argumento de que eso permitiría ahorrar “miles y miles de millones”. La tensión dejó de ser simbólica: se transformó en una amenaza directa a los intereses empresariales de Musk en sectores estratégicos.

La ruptura escaló aún más cuando Musk insinuó —sin pruebas— que Trump podría estar vinculado a los archivos no desclasificados del caso Jeffrey Epstein, y sugirió que esa sería la razón de su ocultamiento. La reacción fue inmediata. Legisladores republicanos condenaron la acusación, la prensa advirtió sobre consecuencias legales, y los mercados castigaron a Tesla con una caída del 14% de su valor en cuestión de días: más de 150 mil millones de dólares evaporados en horas.

Trump, lejos de calmar la disputa, redobló su ofensiva. Lo acusó de traicionar al movimiento que lo encumbró, de enriquecerse con subsidios federales durante años y luego atacar al gobierno que los concedió. Aseguró que, si regresa al poder, revisará cada contrato, cada licencia, cada vínculo entre Musk y el Estado. Lo que empezó como un distanciamiento terminó como una guerra pública.

Pero este no es un conflicto personal. Es una advertencia estructural. Estamos asistiendo, en tiempo real, al choque entre dos formas de poder que ya no pueden coexistir sin fricción: el poder político clásico —con sus votos, sus partidos, sus símbolos— y el poder tecnológico acumulado por actores que, como Musk, no necesitan legitimación democrática para influir en la economía, la comunicación y la percepción global.

Lo que está en juego es la hegemonía del relato. Trump representa la nostalgia: fronteras fuertes, enemigos claros, soberanía identitaria. Musk representa la disrupción: algoritmos sin fronteras, gobiernos sin función, humanidad aumentada. Uno mira al pasado con rabia. El otro, al futuro con desapego. Y ambos saben que, en este tablero, solo uno puede dominar la atención global. Solo uno puede ser el símbolo máximo de la disidencia.

El riesgo para Trump es la pérdida de acceso narrativo. Si Musk decide reducir su visibilidad en X —no censurarlo, simplemente quitarle resonancia—, el presidente se vería relegado a un espacio cerrado, sin capacidad de marcar agenda más allá de su base. Pero Musk también se expone: Trump puede convertirlo en su enemigo institucional. Puede paralizar sus operaciones, promover investigaciones, dañar su imagen y su imperio. Ambos están atrapados en un juego de suma cero.

Pero el verdadero peligro no es para ellos. Es para nosotros. Para la democracia. Para el equilibrio entre poder político y poder corporativo. Para la idea de que las decisiones colectivas deben pasar por algún filtro común, no solo por el pulso de un tuit viral o un hilo automatizado. Yuval Noah Harari lo advirtió: la batalla actual no es por la verdad, sino por la capacidad de manipular emociones en tiempo real. Shoshana Zuboff lo explicó con claridad: el capitalismo ya no se limita a vender productos, sino que modela conductas, decisiones y afectos. Francis Fukuyama, por su parte, ya no habla del fin de la historia, sino de un mundo donde el Estado-nación ha sido desplazado por redes privadas que gobiernan sin gobernar.

La prospectiva es clara: si esta dinámica continúa, veremos un mundo donde el relato colectivo ya no será definido por instituciones comunes, sino por arquitecturas privadas con lógica propia. Donde las elecciones perderán relevancia frente a la viralidad. Donde los parlamentos quedarán subordinados a las plataformas. Donde los algoritmos reemplazarán a los intermediarios tradicionales. Y donde el conflicto entre Trump y Musk será apenas el primer capítulo de una serie de enfrentamientos entre líderes electos y élites tecnológicas sin rostro.

Esta es la nueva gramática del poder. Ya no importan tanto las ideologías, sino las interfaces. Ya no se disputa la soberanía sobre territorios, sino sobre emociones. Y ya no se trata de gobernar un país, sino de gobernar la conversación.

Trump y Musk lo entienden. Por eso pelean. Por eso se acusan. Porque los dos saben que solo uno puede ocupar el centro de la atención. Solo uno puede ser el arquitecto del relato. Y si hay algo que no pueden tolerar… es compartir el reflector.

Nosotros, mientras tanto, los miramos. No porque queramos. Sino porque ya no podemos dejar de mirar. Porque, sin darnos cuenta, nuestra mirada es lo que alimenta su poder.

Y tal vez el verdadero desafío no sea elegir entre uno u otro. Sino construir un mundo donde el poder no dependa de quién nos grita más fuerte, sino de quién puede, por fin, callar y escuchar.

¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA, Trump o Musk lo permiten.

Placeres culposos: La final de la liga de las naciones, España vs Portugal. La final de la NBA, Pacers vs Thunder. La final de la NHL, Oilers vs Panthers. Y las finales del Roland Garros.

Jaiba a la Frank con tortillas de queso para Greis y Alo.

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