Por José López Zamorano
Para La Red Hispana
El asesinato reciente de dos legisladores en Minnesota, aún envuelto en investigaciones y detalles por esclarecer, ha sacudido una vez más las bases de nuestra vida democrática. Más allá de las filiaciones políticas, de los contextos personales o sociales que puedan rodear el caso, lo cierto es que la violencia por motivos políticos constituye una amenaza directa y devastadora para el alma misma de la democracia.
Un “manifiesto” encontrado en el vehículo del presunto atacante, Vance Buetler, incluye una lista de medio centenar de “blancos”. Un común denominador parece ser que la mayoría de esos blancos eran liberales con posturas a favor del derecho al aborto. Los dos legisladores muertos eran demócratas.
No se trata, lamentablemente, de un hecho aislado. En los últimos años, hemos sido testigos de un preocupante incremento en los niveles de agresión verbal, amenazas y ataques físicos contra servidores públicos, periodistas y ciudadanos que simplemente ejercen sus derechos en el espacio público.
En este ambiente enrarecido, las palabras se convierten en armas, y las ideas, en banderas de guerra. La polarización extrema ha dejado de ser un debate vigoroso de ideas para transformarse, en muchos casos, en una espiral de odio y confrontación.
Lo que ocurrió en Minnesota es inaceptable. La vida de un representante electo —de cualquier partido, ideología o nivel de gobierno— no puede convertirse en blanco de violencia por su labor pública.
Pero no es un asunto exclusivo de los Estados Unidos. Se trata también de un fenómeno global. Sin ir muy lejos, en México, la violencia contra funcionarios electos locales o candidatos a puestos de elección popular, parece cosa de todos los días.
Cuando una sociedad permite que la violencia sustituya al diálogo, que el miedo calle a la disidencia, estamos ante un punto de quiebre. A partir de ese momento, el retorno es difícil y doloroso.
Debemos alzar la voz —con claridad y firmeza— contra todo tipo de violencia política. Desde la retórica incendiaria que deshumaniza al adversario, hasta los actos físicos de agresión y asesinato. La democracia no solo se defiende en las urnas, también se defiende con palabras responsables, con respeto a las diferencias y con la construcción de puentes, no de trincheras.
Los funcionarios electos y líderes políticos de todos los partidos tienen una responsabilidad moral ineludible: atenuar la temperatura del discurso público, condenar sin ambigüedad los actos de violencia y mostrar, con el ejemplo, que el disenso puede y debe canalizarse por las vías pacíficas e institucionales.
También los medios, las redes sociales, las escuelas y las familias tienen un papel en formar ciudadanos críticos pero respetuosos, firmes en sus convicciones pero tolerantes con las del otro.
El asesinato de estos legisladores no puede ser otro nombre más en la estadística ni un caso que se diluya en el ciclo noticioso. Debe ser un punto de inflexión. Un momento de dolor, sí, pero también de toma de conciencia nacional.
La democracia es frágil, pero su fortaleza reside en la voluntad de sus ciudadanos de defenderla, incluso —y sobre todo— en tiempos difíciles. Es necesario rechazar de forma categórica toda forma de violencia política. Porque sin paz, no hay democracia posible.