EN SÍNTESIS
Hay quienes creen que prohibir los narcocorridos —esas canciones que relatan la vida y las “hazañas” de capos del crimen organizado— es un paso hacia la reconstrucción moral de México. Yo no lo creo. No porque defienda su contenido, sino porque comprendo el lugar donde nacen: una realidad social profundamente herida, donde la violencia es cotidiana y el crimen ha penetrado la cultura.
CUANDO LA VIOLENCIA SE HACE CULTURA
Los narcocorridos no glorifican la violencia porque sí. Lo hacen porque esa violencia ya se ha vuelto parte del paisaje, especialmente en zonas donde el Estado ha perdido presencia y legitimidad. Allí donde el gobierno no protege ni castiga, los narcos ocupan el espacio del poder: financian fiestas patronales, reparan caminos, imponen orden, y sí, también matan. Por eso sus nombres se cantan en tono de leyenda.
¿POR QUÉ CONTRA LA MÚSICA?
Querer prohibir los narcocorridos es, en cierto sentido, matar al mensajero. Es como si, por evitar que se hable de algo, lográramos que ese algo desaparezca. Lo mismo se intentó con la prohibición del alcohol en Estados Unidos durante la Ley Seca: no redujo el consumo, solo lo volvió clandestino, más deseado y peligroso.
ENTENDIENDO LA CULTURA
Prohibir no educa. Y menos aún transforma. Los narcocorridos deben entenderse como documentos culturales de una época. Nos guste o no, cuentan historias reales que millones reconocen como propias, o como cercanas. No es el corrido el que crea al narco, es el narco quien ha invadido la realidad nacional —y, como es lógico, también ha invadido su música.
La música de protesta: cuando la canción incomoda al poder
Desde El Cid Campeador en la tradición castellana medieval, pasando por los corridos revolucionarios mexicanos como La Adelita o La Cucaracha que ironizaban sobre líderes y criticaban al poder, hasta las desgarradoras canciones de Víctor Jara en Chile —como Te Recuerdo Amanda o El derecho de vivir en paz—, la música siempre ha sido un espacio para decir lo que otros callan.
En Estados Unidos, Woody Guthrie con su guitarra que decía “This machine kills fascists” cantó para los migrantes y obreros empobrecidos durante la Gran Depresión. Bob Dylan, con temas como Blowin’ in the Wind o The Times They Are A-Changin’, se volvió la voz de los derechos civiles y de la juventud inconforme en los años 60.
En Francia, Georges Brassens y Léo Ferré enfrentaron a la censura con canciones anarquistas y antimilitaristas. En Argentina, Mercedes Sosa con Sólo le pido a Dios o Alfonsina y el mar se convirtió en símbolo de los desaparecidos durante la dictadura militar.
En Colombia, Ana y Jaime o Aterciopelados han denunciado la guerra y la corrupción. En México contemporáneo, Rockdrigo González, Botellita de Jerez, El Tri, o más recientemente Porter y Caifanes, han lanzado dardos sutiles o explícitos contra la desigualdad, la violencia o la política.
Y en el terreno de los corridos modernos, figuras como Chalino Sánchez —más cronista que apologista— capturaron la voz de los desposeídos, relatando la dura realidad de los migrantes, los presos y los perseguidos, mucho antes de que el narco secuestrara el género.
Intentar censurar este tipo de expresiones no solo es inútil, sino contraproducente. Las prohibiciones convierten al artista en mártir, a la canción en himno, y al mensaje en algo aún más viral. En tiempos de redes sociales, prohibir una canción equivale a publicitarla gratis.
Lo que se necesita no es censura, sino contexto, educación crítica y espacios alternativos para que otras voces —no armadas, no narco financiadas— también tengan lugar en el relato nacional.
EL PROBLEMA EXISTE: LA SOLUCIÓN NO ES PROHIBIR
¿Que muchos de estos cantantes han sido asesinados por cantar sobre el rival equivocado? Es cierto. ¿Que algunos usan la música como propaganda criminal? Sin la menor duda. ¿Qué muchos grupos o cantantes son financiados por capos o narcos? Es verdad pura también. ¿Qué los políticos están más alejados que nunca de ser respetados y mucho menos ser héroes de nada? Lo confirman las encuestas. Pero eso no significa que debamos silenciar el género entero, porque eso equivale a pretender que el problema no existe. La pregunta para el gobierno y los gobernantes es: ¿Qué responsabilidad tienen de haber contribuido, activamente, por omisión, o por estrategia política al estado de cosas?
RESCATANDO EL CORRIDO
Más útil sería fortalecer las expresiones artísticas que nacen desde la resistencia, desde el dolor, desde la crítica social. Rescatar el corrido como crónica del pueblo, como se hizo en tiempos de la Revolución, o con los relatos migrantes. Impulsar voces que no tengan que venderle su alma a ningún cartel para poder ser escuchadas.
COMPRENDER A LA MÚSICA, NO CENSURARLA
La música no debe ser censurada, sino comprendida. Los narcocorridos, mal que bien, son evidencia de un país donde los criminales han dejado de esconderse y ahora son celebrados en los mismos pueblos que alguna vez cantaban a los insurgentes y a los héroes populares.
CONCLUSIÓN
Ese cambio no se corrige con decretos, ni negando visas para venir o cantar en USA, ni con listas negras, ni con cancelaciones de conciertos. Se corrige devolviendo al pueblo la esperanza, la justicia, la seguridad y los verdaderos referentes de dignidad.
Mientras eso no ocurra, será como en los días del Cid Campeador, el corrido seguirá contando lo que ocurre en el campo, en las calles, en las batallas, lo que siente el pueblo. Aunque nos incomode. Aunque nos duela.
El Dr. Alfredo Cuéllar es el padre de la Micropolítica, académico internacional y profesor jubilado de Fresno State. Sus artículos se enfocan en migrantes, política, sociología, cultura, y eventos actuales. Informes y comentarios: alfredocuellar@me.com