Códigos de poder
David Vallejo
Busan amaneció con un aire de expectativa. Frente al mar gris de Corea del Sur, Xi Jinping y Donald Trump se encontraron después de seis años de distancia. Dos mundos distintos sentados en una misma mesa, dos modelos que buscan prolongar su dominio en un siglo que ya no les pertenece del todo. Se saludaron con la cortesía calculada de quienes comprenden que la historia se construye con gestos tanto como con discursos.
El encuentro dejó un acuerdo parcial que vale por su simbolismo y por lo que evita. China aceptó aplazar durante un año las restricciones a la exportación de tierras raras, esos minerales que alimentan la vida tecnológica del planeta. Estados Unidos redujo aranceles a productos chinos, en especial los relacionados con el fentanilo, y ambas naciones se comprometieron a mantener un periodo de tregua sin nuevas medidas punitivas. Hablaron de cooperación agrícola y de lucha contra el tráfico de drogas, aunque sin revelar los mecanismos. Fue una pausa diplomática, un respiro económico, una tregua en la guerra de la interdependencia.
Las sombras también estuvieron presentes. No se detalló quién supervisará el cumplimiento de los acuerdos ni qué sucederá cuando expire el plazo de un año. Quedaron fuera los temas cruciales del futuro: semiconductores, inteligencia artificial, ciberseguridad, espionaje industrial. Ninguna mención pública a Taiwán ni a los mecanismos de arbitraje comercial. Lo que se firmó fue una intención, un gesto que compra tiempo y posterga el conflicto.
Busan representó la exposición de dos formas de entender el mundo. En un lado, Estados Unidos con su fe en el mercado, la competencia, la libertad del individuo y el poder de la innovación. En el otro, China con su visión de planificación, control y estabilidad colectiva. Ambos sistemas producen prosperidad, aunque con filosofías opuestas. Washington confía en el riesgo como motor de crecimiento. Pekín confía en la disciplina como camino de fortaleza. Se confrontan, se recelan y al mismo tiempo se necesitan. La rivalidad los define, la dependencia los une.
Las tierras raras son el nuevo combustible del progreso. Sin esos minerales no hay chips, baterías, satélites ni defensa moderna. China controla la mayoría de la producción mundial y el refinado casi absoluto. El aplazamiento de las restricciones fue una jugada maestra de cálculo político. Xi demostró que el poder puede ejercerse con una llave de suministro. Trump, por su parte, presentó el acuerdo como una victoria personal que devuelve confianza a los mercados. Ambos ganaron tiempo, ambos midieron el pulso del otro.
México observa con atención. La rivalidad entre Washington y Pekín impulsó la relocalización industrial, la llegada de nuevas inversiones y el surgimiento de corredores tecnológicos que transforman nuestra economía. Una pausa entre los gigantes puede reducir la tensión global y ofrecer un entorno más estable, aunque también puede frenar parte del atractivo que generó el conflicto. Nuestro país debe mirar más allá de las coyunturas y construir su propio modelo de desarrollo científico, energético e industrial. En la nueva geografía del poder mundial, la posición intermedia es privilegio y desafío. México puede ser puente entre la innovación y la planificación si consolida educación técnica, infraestructura logística y autonomía productiva.
El encuentro de Busan no resolvió las diferencias entre los dos grandes imperios contemporáneos. Apenas las administró. Sin embargo, el gesto de dialogar en lugar de escalar representa una madurez que el planeta agradece. El siglo XXI avanza entre modelos que compiten por definir el futuro. Uno se basa en la libertad individual y el dinamismo empresarial. El otro en la disciplina social y la dirección estatal. Ambos buscan legitimidad, ambos prometen bienestar, ambos pretenden liderar la narrativa del mundo que viene.
Busan quedará como una fotografía cargada de significado. Dos hombres frente al mar, cada uno con su idea del orden y del progreso. La tregua no disuelve la rivalidad, pero demuestra que incluso las potencias comprenden que la supremacía sin cooperación es una ilusión. Los gigantes se estrecharon la mano y el planeta respiró con alivio. México, mientras tanto, tiene la oportunidad de decidir si desea ser escenario o protagonista en el tablero donde se define el destino del siglo.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si Estados Unidos y China recuerdan que la cooperación también es una forma de poder.
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Cerezas para Greis y Alo.













