Códigos de poder
David Vallejo
Hubo un tiempo en que las revoluciones industriales surgían del carbón, del vapor, del silicio o del litio. Todas implicaban una forma de extracción, una combustión, una carrera por agotar lo que estaba bajo la tierra. Hoy, la humanidad enfrenta un dilema profundo: seguir exprimiendo el planeta hasta dejarlo sin aliento o aprender, por fin, a escuchar las formas de vida que han resuelto todo antes que nosotros.
En esa encrucijada histórica, hay un país con las llaves del futuro. Un país donde la genética de las plantas ha logrado prosperar en climas imposibles, donde los insectos desarrollaron mecanismos de defensa y camuflaje inimitables, donde las culturas originarias cifraron en sus lenguas un conocimiento botánico, médico y simbólico que la ciencia occidental apenas comienza a interpretar. Ese país es México.
Aquí habita uno de los repositorios evolutivos más prodigiosos del planeta. En apenas el 1.3% del territorio mundial, se concentra más del 10% de toda la biodiversidad. Somos la cuna del maíz, del frijol, del chile, del amaranto. Somos el hogar de especies únicas, de paisajes que condensan miles de años de sabiduría natural. Cada hoja, cada raíz, cada organismo contiene soluciones que nuestras industrias aún ignoran. La biología resolvió antes que nosotros los dilemas del diseño, de la eficiencia, de la resistencia, de la regeneración.
Y sin embargo, México ha sido tratado durante décadas como un territorio de exploración ajena. Se le ha fotografiado, cartografiado, descrito y registrado. Se han exportado sus genes, su conocimiento ancestral, sus recursos. Se ha convertido en materia prima para laboratorios lejanos, mientras su sistema científico lucha por sobrevivir.
La biomimética no pertenece a la ciencia ficción. Es la frontera viva de la tecnología. Airbus estudia el vuelo de los colibríes. IBM se inspira en los micelios para construir redes de datos. Sharklet Technologies replicó la piel de los tiburones para crear superficies antimicrobianas. El MIT desarrolla algoritmos basados en el comportamiento colectivo de las abejas. En un mundo colapsado por sus propias invenciones, el futuro se construye imitando lo que siempre ha funcionado.
Y en ese mundo que busca respuestas en la naturaleza, México está ausente.
La razón no está en la falta de talento. Está en la forma en que hemos comprendido el desarrollo. Mientras se importan tecnologías de última generación, se desprecian los saberes milenarios. Mientras se celebran inversiones extranjeras en semiconductores, se pierden bosques, especies y saberes que podrían dar lugar a invenciones más limpias, más elegantes, más nuestras.
El porvenir exige una nueva forma de mirar. Y para alcanzarlo, México necesita cinco revoluciones simultáneas, profundamente entrelazadas, que transformen su modo de producir, de educar, de gobernar, de narrarse y de pensarse.
La primera es una revolución institucional. México podría convertirse en el mayor laboratorio viviente del planeta si crea estructuras capaces de vincular ciencia, tecnología y territorio. Podría impulsar polos de innovación bioinspirada en sus selvas, en sus costas, en sus sierras. Podría transformar a sus universidades en semilleros de ciencia biocultural y hacer de su biodiversidad un eje central de política pública. Pero eso requiere una nueva arquitectura institucional, capaz de dar dirección, recursos y estabilidad a largo plazo.
La segunda es una revolución jurídica. Hace falta proteger con firmeza los saberes ancestrales, impedir que los recursos genéticos terminen en patentes extranjeras sin retorno, y asegurar que cualquier descubrimiento hecho a partir de nuestra biodiversidad beneficie primero a las comunidades que han cuidado esas especies durante siglos.
La tercera es una revolución educativa. Un país no puede crear una economía de la bioinspiración si sus niñas y niños crecen desconectados de su entorno. En las aulas debe enseñarse lo que la naturaleza ha creado y lo que el conocimiento indígena ha preservado, siempre y cuanto tenga bases científicas.
La cuarta es una revolución industrial. México puede dejar de ser un ensamblador del mundo para convertirse en diseñador de soluciones. Puede construir startups bioinspiradas, industrias regenerativas, patentes propias basadas en su territorio. Puede vincular ciencia, tecnología y empresa en ecosistemas creativos donde el capital reconozca el valor del conocimiento biológico.
Y la quinta es una revolución narrativa. Hace falta volver a contar la historia del país no como un país que sigue a otros, sino como uno capaz de marcar un rumbo propio. Hace falta erradicar la idea de que la tecnología viene siempre de fuera y recuperar la certeza de que el conocimiento más valioso a veces brota de la tierra, de los cuerpos, de los árboles y de la memoria.
La humanidad está en un momento crítico. La inteligencia artificial transforma industrias, la carrera por el litio redibuja fronteras, el colapso ambiental reconfigura prioridades. Mientras muchos países miran al espacio, México podría mirar hacia adentro. Podría liderar una revolución tecnológica diferente. Más sensata. Más profunda. Más hermosa.
El verdadero porvenir no está en lo que compramos fuera, sino en lo que aún no hemos descubierto dentro. Mientras otros países buscan respuestas o riqueza en los metales, nosotros podemos buscar en los códigos de la vida. Mientras otros construyen futuro con fragmentos del pasado, México puede hacerlo con la memoria más antigua y más viva: la de la evolución.
Las verdaderas revoluciones no se anuncian. Germinan en silencio. Y a veces, florecen donde nadie pensó que podía nacer el futuro.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA lo permite.
Placeres culposos: los libros de Sara Mesa, oposición y Manuel Vilas, el mejor libro del mundo.
Empiezan las finales de la NBA.
Pay de limón frío para Greis y Alo.