Códigos de poder
David Vallejo
La imagen de tanquetas recorriendo las calles del centro de Los Ángeles parece sacada de un manual de represión en regímenes autoritarios. Pero es real, y es actual. Lo que comenzó como una serie de redadas migratorias ejecutadas por ICE en zonas densamente latinas, el Distrito de la Moda, Compton, Paramount, se ha convertido en una escena de confrontación constitucional, política y moral. Una ciudad que se levanta frente a un Estado que se impone. Una ciudadanía que protesta por la dignidad mientras el poder responde con soldados.
Estados Unidos es territorio familiar para las protestas. Desde Selma hasta Standing Rock, desde los walkouts chicanos hasta Black Lives Matter, la calle ha sido un espacio legítimo de disenso. La diferencia hoy es otra: por primera vez desde los disturbios de 1992, tropas armadas recorren sin autorización estatal los barrios de una ciudad que rechaza su presencia. El descontento persiste. La militarización unilateral transforma la escena. Y eso, en democracia, merece escándalo.
Lo que está en juego en Los Ángeles va más allá de la política migratoria de un gobierno y alcanza la arquitectura misma del pacto federal estadounidense. Al desplegar a la Guardia Nacional sin el consentimiento del gobernador Gavin Newsom, el Ejecutivo federal invocó el Título 10 del Código de EE.UU., usualmente reservado para catástrofes o insurrecciones armadas. El contexto actual se define por estudiantes, trabajadores, vecinos, familias. Por miedo. Por rabia. Por carteles de “We belong here”.
El uso de las fuerzas armadas en suelo nacional para controlar a civiles representa una línea roja. La Ley Posse Comitatus fue creada precisamente para evitar este tipo de interferencias militares. Existen excepciones como la Acta de Insurrección de 1807, aunque su aplicación requiere hechos objetivos de violencia organizada o sedición. Protestar por redadas masivas carece de relación con una amenaza existencial al orden republicano.
California ha respondido con firmeza. El gobernador ha anunciado una demanda federal por violación a la soberanía estatal. La alcaldesa Karen Bass, ex congresista con credenciales impecables en derechos civiles, ha denunciado el despliegue como una provocación y un abuso. Organizaciones como la ACLU preparan una ofensiva legal. Mientras se litiga, la ciudad sangra gas lacrimógeno.
Nada en política ocurre por azar. La construcción narrativa del gobierno federal es deliberada: se habla de “insurgentes”, de “caos”, de “territorios perdidos”. Se intenta vender la imagen de un enemigo interno, aunque en realidad se trata de ciudadanos ejerciendo su derecho a manifestarse. Criminalizar el disenso constituye una estrategia tan antigua como eficaz. Al mismo tiempo, profundamente peligrosa.
Las redadas que detonaron las protestas distan de ser neutras. Se dirigieron en plena madrugada contra comunidades migrantes, trabajadores sin antecedentes penales, personas cuya única “falta” consistió en nacer en otro país. Se ejecutaron con brutalidad, sin transparencia, sin debidos procesos. El argumento de que “se aplicó la ley” carece de sustento moral o legal cuando la ley se aplica sin alma, sin contexto, sin humanidad.
Una democracia se mide, sobre todo, por cómo trata a sus más vulnerables. Lo que ocurre en Los Ángeles trasciende lo anecdótico. Representa una advertencia nacional. Interpela al alma constitucional del país.
Es tentador justificar la represión cuando se reviste de legalidad. Pero existe una diferencia esencial entre lo legal y lo legítimo. Entre el uso del poder y su justificación ética. Incluso si el Título 10 habilitara formalmente el despliegue, la pregunta esencial persiste: ¿es ese el país que quieren ser? ¿Uno donde se usan soldados para acallar voces? ¿Donde se redefine la protesta como amenaza? ¿Donde se criminaliza la defensa de la dignidad migrante?
La experiencia histórica demuestra que las protestas persisten frente a toques de queda y tropas. Se profundizan cuando el Estado traiciona su promesa de libertad. Hoy, las imágenes que recorren el mundo, madres con hijos, jóvenes arrastrados por policías, periodistas heridos, deterioran la autoridad moral de Estados Unidos, interna y externamente.
Los actores políticos cargan con la responsabilidad inmediata. La comunidad internacional también debe tomar nota. Lo que ocurre en California forma parte de una tendencia más amplia: la erosión democrática en nombre del orden, el retorno del nacionalismo punitivo, el desprecio por el otro.
Existen espacios para negociar: puede desmilitarizarse la ciudad, abrirse canales de diálogo, suspender temporalmente las redadas, establecer protocolos transparentes para ICE, proteger a los manifestantes. También hay líneas que requieren mantenerse firmes.
La integridad física de quienes protestan merece garantía. El respeto al federalismo constituye principio ineludible. El derecho a disentir permanece intacto. La humanidad de las personas migrantes forma parte de aquello que se defiende.
La pregunta de fondo ya dejó atrás la legalidad. Hoy interroga la aceptabilidad. Interroga la disposición social a convivir en un país donde el miedo al otro justifica el uso de la fuerza. Donde el desacuerdo se trata como traición. Donde el poder se ejerce sin límite y sin remordimiento.
En 1968, en medio de otra crisis de representación, Martin Luther King escribió desde una celda: “La injusticia en cualquier lugar es una amenaza a la justicia en todas partes.” Esa advertencia resuena con fuerza en Los Ángeles. Por quienes protestan. Por quienes observan en silencio.
Lo que está en juego en esta ciudad abarca más que su seguridad. Abarca su alma y la de su nación.
En esta ocasión por el tema que se desarrolla, aquí concluye mi columna.