Códigos de poder
David Vallejo
Desde hace siglos, mirar al cielo era una forma de buscar a Dios. Hoy, también es una forma de encontrar datos. Miles de millones. A la velocidad de la luz.
El 14 de mayo de 2025, China lanzó al espacio el primer grupo de satélites de un proyecto que no parece ciencia ficción, aunque lo parezca todo el tiempo. Se llama Three-Body Computing Constellation, y su objetivo es ensamblar una supercomputadora no en un laboratorio subterráneo, ni en una catedral de silicio, sino en la órbita baja terrestre. Una red interconectada de 2,800 satélites que procesarán información sin pasar por la Tierra. Computación sin gravedad. Inteligencia artificial suspendida entre la luz y el vacío.
La constelación fue impulsada por ADA Space, una startup china en alianza con Zhejiang Lab. El nombre, Three-Body, no es casualidad. Hace homenaje a la célebre novela de Liu Cixin, donde la humanidad se enfrenta al enigma de un sistema de tres cuerpos cuya gravedad nunca se estabiliza. Un sistema caótico que obliga a repensar el lugar de nuestra especie en el universo. Nombrar así a esta constelación informática no es un capricho literario: es una advertencia sobre la complejidad del mundo que viene. Porque lo que están creando allá arriba no es solo un instrumento técnico, es un nuevo tipo de poder.
Cada satélite, lanzado en un cohete Long March 2D desde Jiuquan, lleva procesadores capaces de realizar hasta 744 tera operaciones por segundo. Con solo doce de ellos en órbita, ya alcanzan 5 peta operaciones por segundo. Y esto es apenas el principio. Cuando estén todos en funcionamiento, su capacidad superará los mil POPS: una cifra tan alta que no se mide en velocidad, sino en posibilidad. Porque hablamos de un sistema que procesará datos sin pasar por servidores terrestres, sin cables de fibra, sin nodos congestionados. Una supercomputadora espacial que se alimenta de energía solar y se comunica por medio de enlaces láser, viajando a 100 gigabits por segundo. Ciencia real. Presente puro.
¿Para qué sirve? Para todo lo que exija velocidad, cobertura global y eficiencia energética. Para procesar imágenes de satélite en tiempo real, sin tener que enviarlas a la Tierra y esperar horas para analizarlas. Para detectar incendios forestales, cambios climáticos, movimientos geológicos y crisis humanitarias sin retraso. Para desarrollar algoritmos autónomos en telecomunicaciones, astronomía, defensa y exploración interplanetaria. Para ofrecer poder de cómputo a regiones sin infraestructura. Para reducir latencias críticas en aplicaciones industriales, financieras o médicas. En otras palabras, para convertir el cielo en el nuevo centro de datos del planeta.
Pero también sirve como símbolo. Porque este proyecto demuestra que la próxima gran revolución tecnológica no está en una app, ni en un dispositivo de bolsillo, sino en la capacidad de repensar los límites del procesamiento, la energía y el territorio. Mientras Occidente discute los riesgos de los grandes modelos de lenguaje y se enreda en dilemas regulatorios, China construye una arquitectura computacional que no depende de tierra firme. Una constelación que, además de datos, transmite un mensaje: el futuro no se va a discutir, se va a lanzar.
Elegir el espacio tiene lógica. Allá arriba, la energía solar es constante. La temperatura puede ser hostil, pero el vacío permite una disipación térmica más efectiva. La ausencia de gravedad reduce el desgaste. Y sobre todo, la órbita baja ofrece una ventaja estratégica: cobertura global sin intermediarios, sin necesidad de cruzar fronteras terrestres ni pedir permiso para observar. La computadora en el cielo no necesita puertos, ni aduanas, ni cables submarinos.
En el fondo, lo que está ocurriendo es una reconfiguración del poder digital. Ya no basta con tener los mejores algoritmos. Hay que tener el espacio donde ejecutarlos. Y si ese espacio se queda corto en la Tierra, se expande hacia las estrellas.
La Three-Body Computing Constellation no es solo una hazaña tecnológica. Es un poema orbital. Un nuevo mapa de lo posible. Un recordatorio de que la ciencia y la imaginación, cuando se toman en serio, cambian el curso de la historia. Tal vez por eso lleva el nombre de una novela que comienza con caos, pero termina con un intento de comunicación entre especies. Porque eso es lo que hacen las verdaderas constelaciones: unen puntos dispersos hasta formar sentido.
La supercomputadora no cayó del cielo. Se lanzó. Y su luz, aunque artificial, también alumbra preguntas que todavía no sabemos responder.
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