Códigos de poder
David Vallejo
Entre las muchas ideas que resurgen en los márgenes del poder, pocas resultan tan inquietantes y moralmente corrosivas como la de imponer un impuesto a las remesas. La propuesta de arrebatar un porcentaje, primero del 5%, luego del 3.5%, a los envíos de dinero que los migrantes realizan hacia sus países de origen, ha dejado de ser una provocación de campaña para convertirse en una amenaza real. Ya no se trata de retórica electoral: el Comité de Reglas de la Cámara de Representantes en Estados Unidos aprobó este miércoles un paquete fiscal que incluye esta medida, y su paso al pleno podría darse tan pronto como el día de hoy. La iniciativa, respaldada por el presidente Donald Trump y por un bloque creciente del Partido Republicano, ha entrado en fase activa. Lo que era impensable ha comenzado a tomar forma.
Este proyecto legislativo propone establecer un gravamen del 3.5% a las remesas enviadas desde EE.UU. hacia el exterior, con el argumento de generar ingresos para reforzar la seguridad fronteriza. En términos técnicos, se trata de una modificación fiscal viable: la Constitución estadounidense concede al Congreso la facultad de regular el comercio internacional e imponer impuestos. En términos humanos, es una embestida frontal contra la columna vertebral de millones de familias migrantes. Y en términos filosóficos, representa un acto de mezquindad institucionalizada.
Las remesas son mucho más que transferencias económicas. Constituyen un puente íntimo, cotidiano, vital, entre quienes partieron y quienes quedaron. México recibió en 2023 más de 63 mil millones de dólares en remesas, convirtiéndose en el segundo país receptor del mundo, después de India. Esos recursos superan al petróleo, a la inversión extranjera directa y al turismo como fuente de divisas. Son, en muchas regiones, la única garantía de subsistencia. Reducir el flujo de ese dinero, aunque sea en un 3.5%, significa afectar de golpe millones de despensas, suspender tratamientos médicos, frenar la educación de niños y jóvenes, cortar los hilos invisibles que sostienen a los hogares rurales y urbanos más vulnerables.
Desde la perspectiva de quienes promueven la medida, se trata de un esfuerzo por financiar la protección de la frontera sur. Pero castigar al migrante para financiar el muro que lo excluye revela la dimensión trágica de esta política. Es una economía construida sobre el resentimiento, no sobre la justicia. No existe evidencia de que las remesas estén asociadas a riesgos de seguridad o evasión fiscal. Todo lo contrario: el 65% de las remesas se envían por canales formales, altamente regulados, trazables, que cumplen con estándares internacionales contra el lavado de dinero. Gravar este flujo lo único que logrará será empujar a los migrantes hacia métodos informales, opacos, peligrosos. El sistema financiero perderá transparencia. Las comunidades perderán recursos. El país que las expulsa perderá consumo interno.
El impacto en la economía estadounidense tampoco sería menor. Quienes mandan remesas viven, trabajan, compran y pagan impuestos locales. Forzarlos a reducir sus envíos implica reducir también su capacidad de gasto doméstico. Sectores como el comercio minorista, la vivienda de interés social, el transporte urbano y los servicios locales sentirían el retroceso. A largo plazo, este tipo de políticas genera un efecto bumerán: lo que se retira al migrante, se extrae del corazón mismo del dinamismo económico de múltiples ciudades con alta densidad hispana.
El argumento moral resulta aún más potente. La ONU ha señalado que las remesas representan un derecho económico enraizado en el principio de unidad familiar y libertad económica. Un impuesto específico sobre ellas vulnera el pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales, al limitar el derecho de los migrantes a apoyar a sus seres queridos. Michael Sandel ha advertido que un Estado que utiliza su poder fiscal para castigar al que menos tiene se desliza hacia una forma de tiranía democrática. Amartya Sen lo plantea con crudeza: las remesas son una manifestación de agencia, una herramienta de libertad desde la periferia. Arrebatarles valor es negar al migrante su poder más sagrado: cuidar a los suyos.
No se trata solo de una cuestión económica o diplomática. Gravar las remesas es una declaración de principios, una afirmación de que el migrante vale menos, incluso cuando aporta más. De que el esfuerzo se tributa con castigo. De que el amor traducido en dólares puede ser objeto de recaudación. Y, sobre todo, de que la pertenencia a una comunidad política se decide desde la exclusión, no desde la contribución.
La legislación aún debe pasar por el pleno de la Cámara de Representantes, y después, por el Senado. El camino es incierto, pero su avance en comités legislativos envía una señal alarmante. Si esta medida prospera, América habrá legalizado una forma de extorsión institucional. Y en ese acto, perderá algo más que dinero. Perderá la idea de justicia en la que se pretendía fundar su relato.
La historia no juzga a las naciones por sus fronteras, sino por cómo trataron a quienes las cruzaron. Gravar las remesas equivale a levantar un muro invisible, más cruel que el concreto, más duradero que el acero. Porque separa al que envía del que espera. Porque convierte la esperanza en mercancía. Y porque dice, con toda su violencia disfrazada de legalidad, que ayudar a la familia cuesta. Que ser migrante además de difícil, debe ser caro.
Si esto ocurre, no habremos perdido una batalla fiscal, sino una parte del alma común entre pueblos hermanos.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA o los impuestos sobre la remesa lo permiten.
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