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El instante perpetuo

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Códigos de poder
David Vallejo

No soy mucho de relojes, a pesar de que siempre me han gustado. Me parecen hipnóticos, pequeños universos atrapados en la muñeca. Pero nunca me había detenido a pensar realmente en ellos hasta hace unos días, cuando conversaba en casa de mi hermano Federico y me mostró algunos de sus relojes. Entre ellos, reconocí uno que había visto en un viaje reciente y que me quedé con ganas de comprar, si bien no era uno de lujo, era uno que simplemente me gusto. Se lo dije sin intención alguna. Él sonrió y me lo regalo con naturalidad. “Es tuyo”, dijo, como si fuera lo más sencillo del mundo. Fue un gesto generoso, casi silencioso, que guardaba memoria, complicidad y afecto. Me lo llevé con gratitud, con sorpresa, y también con esa emoción rara que despiertan ciertos objetos cuando parecen cargados de algo más. Desde entonces lo llevo en la muñeca, y desde entonces pienso, por primera vez de forma sostenida, en lo que significa un reloj. Este texto es para él, principalmente. Pero también es para todos los que, como yo, alguna vez se emocionaron con uno. Como con aquel Casio de calculadora de los 80 que usé en la primaria hasta que la correa de plástico se deshizo con el tiempo. Como con este que ahora porto en mi muñeca. Como con tantos que nos han acompañado sin que entendiéramos del todo por qué.

Un ion suspendido en el vacío, atrapado por campos electromagnéticos, vibrando con una regularidad que roza lo divino. Así late, en estos días, el reloj más preciso jamás creado. Una máquina silenciosa, capaz de contar el tiempo con tal exactitud que, si se le dejara marchar por 57 mil millones de años, seguiría sin desviarse un solo segundo. El ser humano, que ha medido el mundo con cordeles, sombras, péndulos y circuitos, acaba de alcanzar el umbral del tiempo perfecto. Lo ha hecho encerrando un átomo en una jaula de luz. Y ese latido, inaudible y perfecto, resume una historia que comienza hace milenios, cuando mirar el cielo era mirar a los dioses.

Medir el tiempo fue, al principio, una súplica. Antes de los relojes, existieron las sombras. Bastaba un palo clavado en la tierra para intuir el transcurrir del día. En Egipto, ese gesto se transformó en obelisco. En Mesopotamia, en clepsidra. En Mesoamérica, en templo solar. Cada civilización desarrolló su propia arquitectura del tiempo, buscando inscribir el instante en piedra, en agua, en fuego. El reloj no nació como objeto práctico. Fue un instrumento de liturgia, una brújula del alma.

Durante siglos, el tiempo fue circular. Se tejía en ciclos: día y noche, siembra y cosecha, luna llena y luna nueva. Hasta que Europa, en sus monasterios góticos, quiso regular los rezos con campanadas. Y así, en lo alto de las torres, comenzaron a girar los primeros engranajes. Aquellos relojes de pesas y ruedas dentadas no buscaban precisión científica: aspiraban a la constancia. Galileo, al ver oscilar una lámpara en la catedral de Pisa, comprendió que el péndulo era el corazón que el tiempo aguardaba. Murió sin verlo construido, pero su hijo lo llevó a término. Y en 1656, con el primer reloj pendular, la humanidad empezó a medir el tiempo como quien mide la respiración del universo.

El siglo XVIII trajo la mar. Medir la longitud en altamar era una cuestión de vida o muerte. John Harrison lo entendió y dedicó su existencia a fabricar un cronómetro que resistiera las tempestades y el vaivén del océano. Su obra salvó barcos y vidas. El reloj dejó de ser torre y se volvió brújula. Se volvió promesa.

A partir de entonces, la relojería ingresó en una edad dorada. En Suiza, en el valle de Joux, florecieron casas que hoy son templos del tiempo: Patek Philippe, Audemars Piguet, Vacheron Constantin, Breguet. En Alemania, Glashütte talló mecanismos con una sobriedad casi filosófica. En Japón, Seiko desafió el orden suizo con la revolución del cuarzo, y más tarde Grand Seiko elevaría ese arte a niveles casi zen. En Estados Unidos, Hamilton acompañó la aviación y la guerra, y luego Hollywood. En cada país, en cada firma, el reloj se volvió espejo de un estilo de vida, de una filosofía, de una manera de sentir el tiempo.

Fue la guerra, como siempre, la que cambió el curso de las cosas. Hasta la Primera Guerra Mundial, los hombres llevaban relojes en el bolsillo, consideraban el de muñeca un accesorio de dama. Sin embargo, en medio del fango, los soldados entendieron que consultar el tiempo debía ser rápido, accesible, inmediato. Surgió así el reloj de trinchera. Y con él, la transformación cultural: el tiempo se ató al cuerpo, se volvió extensión de la piel, marca del deber y del instante.

Desde entonces, los relojes de muñeca no han dejado de latir como símbolos. Hay quienes ven en un Rolex Oyster el eco del canal de la Mancha atravesado por Mercedes Gleitze, primera nadadora en lograrlo con un reloj en la muñeca. Hay quienes encuentran en el Patek Philippe Grandmaster Chime, subastado por más de 31 millones de dólares, una catedral portátil, un poema en metal. Hay quienes juran que el Cartier Crash, deformado por un accidente automovilístico, fue inspiración para los relojes derretidos de Dalí. Richard Mille creó piezas que parecen naves espaciales, Jacob & Co diseñó galaxias con diamantes en movimiento, mientras que MB&F construyó relojes que parecen salidos de sueños de ciencia ficción. La relojería moderna, sin renunciar a la tradición, también ha sido un laboratorio de locura estética y genialidad técnica.

Y hay quienes, como yo, han sentido en la correa de un reloj heredado algo semejante al amor que persiste, al tiempo que fue vivido.

Pero el reloj no pertenece solo a la muñeca. También habita en las novelas, en las canciones, en los suspiros que deja el arte. En The Watchmaker of Filigree Street, Natasha Pulley imagina un relojero japonés capaz de construir mecanismos que predicen el futuro. En sus páginas, la relojería no es oficio, sino destino. Un engranaje que late no por precisión, sino por intuición. En “Time” de Pink Floyd, el tiempo no se presenta como línea recta, sino como emboscada. “And then one day you find / Ten years have got behind you”. En “Clocks” de Coldplay, la ansiedad se transforma en piano. Y en una canción escrita en 1876 por Henry Clay Work, “My Grandfather’s Clock”, un viejo reloj de pie acompaña al abuelo durante toda su vida… y se detiene en el instante exacto de su muerte. No antes. No después. Como si su alma y el tic-tac hubieran estado sincronizados. Esa imagen, un reloj que se apaga cuando se apaga la vida, es tan bella y tan dolorosa que convirtió a esa pieza en una elegía universal. Fue gracias a esa canción que los relojes altos dejaron de llamarse “longcase clocks” y comenzaron a conocerse como “grandfather clocks”. No hay mejor metáfora del tiempo que se vuelve humano.

Incluso en la guerra secreta, los relojes tuvieron su historia. En la Guerra Fría, la CIA fabricó dispositivos que contenían cápsulas de veneno ocultas bajo la esfera. En el Boletín Atómico, los científicos colocaron un reloj simbólico, el Reloj del Juicio Final, para advertir cuán cerca estamos del abismo: hoy, marca 90 segundos antes de la medianoche. Cada tic es una advertencia. Cada tac, una súplica.

Y sin embargo, entre tanta historia y tanta máquina, hay un reloj que nadie puede fabricar. Aquel que habita en el recuerdo. El reloj del padre o abuelo que se detuvo en una hora sin explicación. El que quedó en una caja después de una pérdida. El que acompañó una confesión, una despedida, una cita. Los relojes no solo miden el tiempo: lo conservan. No solo cuentan los segundos: los encarnan. Un reloj puede ser lo único que sobrevive a un naufragio. Puede ser lo único que hereda un hijo. Puede ser el último objeto que nos recuerde que existimos dentro de un ritmo que elegimos seguir.

Hoy, los científicos han encerrado un ion en una trampa de luz. Lo han hecho vibrar con tal perfección que redefinirán el segundo. Y con ello, alterarán relojes, calendarios, satélites, redes, mercados. Pero ningún laboratorio puede construir el reloj que late cuando un hombre espera a alguien que no llega. El que sigue marcando la hora en un cuarto vacío. El que se pone uno para sentir que el día comienza.

Porque el reloj perfecto, en realidad, no mide, acompaña como ese pequeño ion suspendido entre campos cuánticos, pero cargado de recuerdos, de silencios, de vida. Y si el tiempo es una herida que no cierra, el reloj es la venda que nos queda. El único modo que hemos inventado para engañar al olvido.

La próxima vez que veas el segundero avanzar, no pienses en el futuro. Piensa en lo que fuiste. En lo que aún persiste. Porque ese tic no marca la hora. Marca tu historia.

¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA y el tiempo lo permiten.

Placeres culposos: Escribir una cuento que trate sobre relojero virtuoso que abandona su vida perfecta cuando recibe el misterioso encargo de construir un reloj que midiera el alma. Obsesionado con lograrlo, se aleja de su esposa, su hija y su oficio, creyendo que lo verdaderamente valioso está en una máquina que revele lo invisible. Años después, crea un reloj que no marca el tiempo, sino que reacciona a quien lo usa: su aguja vibra con culpas, remordimientos, pérdidas y deseos silenciados. No mide el alma como esencia luminosa, sino como ausencia acumulada. El reloj revela con precisión lo que la persona ha traicionado en sí misma. Al ponérselo, descubre que ha construido un artefacto perfecto para registrar lo que dejó de amar. Así comprende que el alma, en su reloj, se mide por todo lo que uno abandonó en la búsqueda de algo que jamás debió buscarse solo. Desde entonces, la máquina permanece maldita, no señala lo que eres, sino lo que perdiste intentando serlo.

Mi tiempo para Greis y Alo.

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