Códigos de poder
David Vallejo
El día de ayer presenté en Ciudad Victoria, Tamaulipas, mi libro El arquitecto de sombras en un evento organizado por el Instituto Tamaulipeco de la Cultura y las Artes (ITCA). Agradezco de corazón a quienes participaron en la organización y a quienes asistieron. Más que una presentación, fue una reunión entrañable entre amigos.
Comparto el texto que preparé para la ocasión y leí en voz alta. En él explico el contexto y los motivos que me llevaron a escribir. Espero lo disfrutes:
Siempre me gustaron las historias. No solo por lo que contaban, sino por la manera en que eran contadas. Desde niño, me fascinaba esa extraña capacidad que tienen algunas frases para abrir un mundo, para transformar el silencio en viaje, para volver habitable la soledad que se aparecía cuando mis papás descansaban y mi hermano jugaba Nintendo. Con el paso del tiempo, la ficción se convirtió en mucho más que un gusto: fue descanso y refugio. En medio del vértigo del trabajo, de la presión, de los horarios infinitos, leer se volvió una manera secreta de seguir respirando. Y más recientemente, escribir, una forma de volver a mí. De reconstruirme.
Mis padres tuvieron mucho que ver. Fueron quienes me acercaron a los libros, aunque, siendo niño, los hojeaba en principio, más por las ilustraciones que acompañaban al texto. Recuerdo aquellas enciclopedias de El Tesoro del Saber, El Tesoro de la Juventud, entre tantos otros que se adquirían a pagos mensuales. Pero ahí comenzó el hechizo. Años después, durante mis estudios en Madrid, ese vínculo con la ficción se volvió más profundo. Especialmente gracias a mi amigo Sabino Bastidas, que me hablaba con pasión del tiempo, El Quijote y los ganadores del Premio Nobel de Literatura, mientras yo los descubría en La Casa del Libro, al mismo tiempo que la música de Sabina, de Leonard Cohen y de Bob Dylan. Aquellas conversaciones fueron un punto de inflexión.
Siempre soñé con publicar un libro de novelas. No por ambición literaria, sino por necesidad vital. Porque no encuentro descanso en mi imaginación mientras mi memoria empieza a diluirse con rapidez en medio del exceso de información y los años que no pasan en vano. Porque una hiperactividad que durante años se consumió en madrugadas de estudio o redes sociales, de pronto encontró un respiro… y ese respiro se volvió desvelo creativo. En esas madrugadas, mis obsesiones dejaron de ser ansiedad para convertirse en forma. Y escribir, poco a poco, se volvió descanso sin dormir.
Así nació El arquitecto de sombras: sin método, sin oficio, con ideas sueltas que no sabía cómo conectar, pero que ardían por salir. Con esa mezcla de incertidumbre y fe que solo tiene quien escribe porque no puede hacer otra cosa, porque encuentra en la imaginación placer y calma. Fue gracias a personas generosas como Julio Pecina, Rolando Aguilera o mi amiga Libertad García que, gracias a sus consejos, empecé a entender el arte de construir y de ordenar. Aprendí que no hay una sola forma de escribir, pero sí muchas formas de escuchar lo que uno lleva dentro. Que se puede comenzar con una imagen, desarrollarla como quien moldea arcilla y luego pulirla hasta que diga lo que uno no sabía que podría decir. Así empecé, con varias ideas… y terminé con una completamente distinta que hoy nos reúne.
Por ello, siempre admiré a los escritores que escriben con precisión quirúrgica, como si cada palabra fuera el resultado de una destilación moral y estética. Pero también me conmueven profundamente los que escriben como si su vida dependiera de ello, con urgencia, con belleza imperfecta, con alma.
Recuerdo la emoción con la que leí Frankenstein o el moderno prometeo, ese ser marginado que pensaba, que sentía y que solo quería pertenecer. O Los miserables, donde la bondad era tan radical que dolía. Me identifiqué inmediatamente con Jean Valjean, cuyo pasado lo persigue mientras desea una vida virtuosa y lucha por la justicia, la dignidad, la redención y la bondad en un mundo cada vez más indiferente.
Y luego están muchos otros: los que llegaron como compañeros silenciosos y se quedaron para siempre. A Poe lo leí como quien se asoma al abismo del alma. A Verne, como quien sueña en los misterios de las profundidades del océano. A Hemingway, como el aventurero que aprende a escribir con hielo y sudor bajo cada palabra. A Borges, con asombro y reverencia. A Dahl, con el niño aún intacto. A Ken Follett, con gratitud por recordarme que la historia también puede ser una hoguera o una catedral.
Y junto a ellos, tantos más: Márquez, Saramago, Kafka, Orwell, Murakami, Stephen King, Naipaul, Asimov, Bradbury, Ted Chiang, Jostein Gaarder, Orhan Pamuk, David Foenkinos, Joël Dicker, Houellebecq… Una infinidad de autores que no caben aquí, pero que viven conmigo. Porque los libros se volvieron eso: compañeros. Amigos silenciosos que no pedían nada, pero lo daban todo. Cada historia leída fue, de algún modo, una historia que la hacía propia.
Escribí El arquitecto de sombras pensando en los más jóvenes. En quienes aún no conocen a todos esos personajes que yo admiro. En quienes no se han cruzado con Churchill, Bowie o Saramago, pero podrían hacerlo dentro de una historia. En quienes pueden descubrir a The Cure y a Miguel Ángel en una misma página sin sentir contradicción, o al menos, eso espero. Lo escribí para todos pero principalmente para ellos. Para estimular la imaginación como músculo vital. Para que alguien, al toparse con una frase, una escena, una idea, despierte de la superficialidad de las redes sociales, del morbo por lanzar la primera piedra a quien se equivoque en la plaza pública digital o a quienes simplemente quieren ser testigos del linchamiento. Porque creo profundamente que la ficción, cuando nace de un lugar sincero, tiene ese poder.
Sé que, por la cantidad de referencias, El arquitecto de sombras puede parecer ambicioso y hasta pretencioso. Pero jamás fue un alarde. Es una novela escrita con amor y un deseo profundo de compartir. Con la voluntad de construir hablando del futuro, pero también del pasado. De la sombra, pero también de la luz que la proyecta. Que no enseñe verdades, pero que invite a buscarlas. Que, en la medida de lo posible, se parezca poco a lo que se ha escrito antes, aunque beba de todo lo que me ha marcado.
Publicar este libro es, para mí, un acto de resistencia. En un mundo que exige prisa, decidí escribir con calma obsesiva. En una sociedad que premia la eficacia, defiendo la fragilidad. Porque creo que aún vale la pena sentarse a escuchar lo que uno siente. Y construir desde ahí.
Y como en todo lo que realmente importa en mi vida, detrás de este libro también están ellas: mi esposa y mi hija. Son mi inspiración diaria, mi certeza emocional y mi alegría silenciosa. Aunque escriba por placer, por desahogo o por necesidad creativa, lo cierto es que cada cosa que disfruto, la disfruto más porque ellas existen. Porque son el hogar donde todo lo que hago cobra sentido. Construir con lo intangible. Levantar sentido donde solo había escombros. Aceptar que las sombras no se disuelven pero se puede habitar con dignidad. Que el dolor, cuando se nombra con cuidado, se convierte en compañía. Que los libros, incluso los más silenciosos, pueden ser luz en la madrugada infinita.
Escribo aunque hacerlo no me dé todas las respuestas pero me permite seguir haciendo preguntas. Y tal vez, con eso, es suficiente.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA y mi imaginación lo permite.
Placeres culposos: Semana de varias producciones musicales recomendables: No rain, no flowers de The Black Keys; Motel du cap de Good Charlotte; Everest, Halestorm; y Abomination revealed at last, Thee of shees.
Mis libros para Greis y Alo.