Placeres culposos
David Vallejo
(Columna especial)
Así creo que pasó. Nadie lo dirá en voz alta, porque el cónclave es, por tradición y juramento, un recinto sellado por el silencio. Pero los silencios también hablan, y hay gestos que revelan más que las palabras. Imagino la escena: ciento veinte hombres de rojo, sentados bajo la mirada de Miguel Ángel, con las conciencias pesadas por la historia y los corazones divididos por el presente. Nadie entró allí con la intención de elegir al papa que terminó saliendo. Y sin embargo, lo eligieron todos.
Lo que ocurrió dentro de la Capilla Sixtina no fue una epifanía, fue un agotamiento. Una evidencia. Los extremos estaban rotos. Cada candidato propuesto, cada nombre de la lista corta, provocaba una reacción de inmediato: entusiasmo en unos, resistencia feroz en otros. Los conservadores querían recuperar las formas y certezas. Los progresistas pedían más pasos hacia la inclusión. Los primeros temían que la Iglesia se licuara. Los segundos, que se cerrara como un puño. Nadie cedía. Hasta que, en medio del empate inamovible, apareció un nombre como un susurro.
Robert Francis Prevost. Estadounidense. Misionero en Perú. Prefecto de la Congregación para los Obispos. Un hombre sin enemigos declarados, sin escándalos, sin campañas. No era un trono, era un puente. No era un revolucionario, pero tampoco un restaurador. Era, sobre todo, un moderado. Y en una Iglesia fracturada, la moderación se convirtió en el milagro posible.
Imagino que su nombre comenzó a circular no en voz alta, sino en las miradas. Primero con escepticismo. Luego con resignación. Finalmente con esperanza. Porque en el fondo, todos sabían que si se elegía a uno de los bandos, el otro se sentiría derrotado. Y la Iglesia no aguantaría otra fractura. Se eligió al centro no como refugio de los tibios, sino como victoria de los lúcidos.
En la votación decisiva, los votos no cayeron con euforia, sino con conciencia. Y cuando se alcanzó el número bendito, no hubo vítores. Solo un silencio distinto. Un alivio. Como si, por una vez, todos hubieran entendido que el poder verdadero no es imponer, sino sostener. Así nació León XIV.
No lo imagino con ambición. Lo imagino con una mezcla de asombro y obediencia. De pronto, en sus manos, la barca de Pedro. Con todas sus heridas, sus contradicciones, sus luces y sus sombras. Le pusieron la sotana blanca, le ajustaron el solideo. En el espejo, vio a un hombre común a punto de cargar con siglos. Cruzó el pasillo hacia el balcón y, antes de salir, quizá recordó la primera vez que pronunció el evangelio en un pueblo polvoriento del Perú. Nada lo preparó para esto. Pero todo lo formó para esto.
El mundo lo verá como el primer papa estadounidense. Algunos lo mirarán con sospecha, temiendo vínculos con intereses ajenos. Pero basta ver su vida para entender que no pertenece a ningún poder: ni a la política, ni a las ideologías. Su lealtad es a la Iglesia, y quizás, más difícil aún, al equilibrio. Y el equilibrio, en estos tiempos, es una revolución.
Eligieron al hombre que no gritaba. Al que no prometía arrasar ni restaurar. Eligieron a quien podía escuchar. Y eso, en un mundo donde todos quieren tener razón, es ya un milagro. Porque mientras las redes sociales fabrican ídolos instantáneos y las guerras culturales destruyen todo lo que tocan, León XIV representa otra lógica: la del silencio que une, la pausa que piensa, la voz que no busca imponerse, sino acompañar.
Así creo que pasó. Así me lo imagino. No como un golpe de efecto, sino como una necesidad profunda. Un suspiro común. Y un acto de fe, no en la perfección de un hombre, sino en la posibilidad, todavía, de caminar juntos.