Códigos de poder
David Vallejo
El pasado 7 de junio, el periódico español El País publicó una columna tan lúcida como inquietante: “Estas son las nuevas élites que dominan el mundo: más poderosas e intervencionistas que nunca”. El título no exagera. Porque no estamos ante una élite más, sino ante una forma completamente nueva de dominación: invisible, envolvente, hipereficiente. Un poder que no grita, que no gobierna desde la tribuna, sino desde tu pantalla.
Lo más perturbador de esta élite no es su riqueza, que ha crecido de forma exponencial mientras la clase media se encoge entre alquileres imposibles y sueldos congelados. Lo realmente desconcertante es su capacidad de transformar el entorno sin parecer que lo hace. Son élites que no necesitan ganar elecciones porque ya diseñaron las plataformas donde se decide el debate. Que no necesitan crear leyes porque ya programaron los incentivos. Que no necesitan convencerte porque ya saben exactamente lo que deseas, antes que tú mismo.
Estas nuevas élites tienen rostro, aunque se oculten en la arquitectura de lo cotidiano. Son fundadores de plataformas tecnológicas globales, gestores de fondos de inversión que invierten en universidades, laboratorios y medios de comunicación. Son ingenieros de algoritmos, asesores que redactan las políticas públicas desde consultoras privadas, programadores del lenguaje que configura la percepción. Su materia prima es la atención. Su herramienta el código. Su dominio el deseo.
La columna de El País cita al World Elite Database, que ha trazado con precisión quirúrgica el mapa de estas nuevas castas globales. Hombres, en su mayoría. Formados en los mismos centros universitarios, Harvard, Oxford y el MIT. Viven en las mismas ciudades, se casan entre sí, invierten entre sí, votan entre sí. Son menos visibles que los magnates del siglo XX, pero más poderosos. Porque hoy el dominio ya no se ejerce solo con capital financiero, sino con capital simbólico, tecnológico, narrativo.
El periodista retrata cómo en Estados Unidos, figuras como Trump han capitalizado el resentimiento popular contra estas élites para erigir nuevas formas de poder, igual de cerradas, igual de verticales. Una especie de contraélite que no desmantela el sistema, sino que lo renombra a su conveniencia. En América Latina, la tendencia es más silenciosa pero no menos severa: los fondos privados y las universidades anglosajonas avanzan sobre instituciones públicas debilitadas, desplazando saberes colectivos por modelos de negocio disfrazados de innovación.
Pero el problema no es solo económico o institucional. Es filosófico. Vivimos en una época donde el control ya no se percibe como violencia, sino como servicio. Donde el encierro se celebra como eficiencia. Donde la libertad se reduce a la ilusión de elegir entre opciones precargadas por otros. Esta élite no impone: seduce. No obliga: convence. No limita: optimiza. Y en esa optimización, lo humano comienza a disolverse.
Porque a diferencia de las élites industriales del siglo XX. banqueros, políticos, petroleras, estas nuevas élites no necesitan fábricas ni partidos. Les basta con la interfaz. Con el código que filtra lo que ves, con el diseño que encuadra lo que piensas. Su poder no se impone: se integra.
¿Y si ya no queremos ser libres? ¿Y si la libertad se ha vuelto demasiado lenta, demasiado exigente, demasiado incómoda? ¿Y si preferimos delegar, automatizar, aceptar? ¿Qué sucede cuando la política cede su lugar a la personalización y la deliberación se reemplaza por la predicción? ¿Qué significa la ciudadanía en un mundo donde todo se mide, pero casi nada se discute?
Peter Turchin, destacado científico de la complejidad, habla de una “revolución silenciosa” en la que las antiguas élites están siendo desplazadas por otras más adaptadas al entorno digital. Pero quizás el verdadero desplazamiento no ocurre entre ellos, sino en nosotros. En nuestra relación con el poder. En nuestra disposición a tolerar la inequidad siempre que venga acompañada de entretenimiento, conectividad y un par de beneficios Premium.
La gran pregunta no es si las nuevas élites tienen poder, sino si aún tenemos herramientas para disputarlo. Porque no basta con denunciar la concentración de riqueza o la captura institucional. La verdadera batalla es por la conciencia. Por reconstituir una ciudadanía crítica en un tiempo donde la manipulación es sofisticada, y el descontento, fácilmente direccionable.
Definitivamente urge un nuevo humanismo tecnológico, una ética política que no se limite a redistribuir recursos, que no sólo limite el poder, sino que lo exponga.
Las élites de hoy no se parecen a las de antes. Y por eso mismo, nuestras respuestas tampoco pueden parecerse a las de antes. No se trata sólo de reformar, sino de reaprender a mirar. Y de atrevernos, juntos, a imaginar futuros donde el poder no sea invisible, sino transparente; no sea inevitable, sino discutible; no sea dominante, sino responsable.
Porque si algo está en juego, más que nunca, es eso: la libertad de pensar sin ser pensados.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA y las nuevas élites lo permiten.
Placeres culposos: Mundial de Clubes; ver a México en la Copa de Oro; y los juegos de la final de la NBA.
Fresas congeladas con chocolate del COSTCO para Greis y Alo.