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La hora de México en el G7

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Códigos de poder
David Vallejo

La política exterior se edifica con inteligencia despierta, no con solemnidad. Y pocas veces como ahora, México ha necesitado tanta lucidez frente al mundo. Claudia Sheinbaum acude al G7 como jefa de Estado que representa a un país presionado en múltiples frentes y una relación bilateral que atraviesa su etapa más ríspida en años.

Donald Trump ejerce el poder con la intensidad que le caracteriza. Ha reactivado aranceles a sectores estratégicos, ha condicionado la política migratoria con represalias comerciales, ha endurecido controles fronterizos con una narrativa de emergencia y ha dado luz verde a una nueva etapa de vigilancia extraterritorial. En las grandes ciudades estadounidenses, el descontento encuentra al migrante como blanco simbólico. En ese clima, la figura de México vuelve a ocupar un lugar incómodo en el discurso doméstico de Estados Unidos.

La visita al G7 no ocurre al margen de estos acontecimientos. Representa una oportunidad estructural para reposicionar a México en el mundo y al mismo tiempo para marcar un tono distinto ante una administración estadounidense que ha optado por el cálculo inmediato y la presión directa. Ese primer encuentro entre Sheinbaum y Trump, si ocurre en este foro, será más que una conversación: será una escena inaugural en una relación que exigirá firmeza, estrategia y visión.

México enfrenta asimetrías evidentes, pero dispone de instrumentos valiosos. Su frontera es indispensable para el comercio y la seguridad hemisférica. Su población trabajadora sostiene industrias enteras del lado estadounidense. Su papel en el T-MEC es estructural. Y su capacidad de absorber inversión clave en sectores como semiconductores, litio, farmacéutica y energía limpia es irremplazable. Lo que está en juego es cómo se articula esa fuerza. Lo que se requiere no es reacción, sino visión de conjunto. Y en ese tablero, el T-MEC no es una camisa de fuerza: es una plataforma política y económica que México puede activar con inteligencia.

Trump escucha con atención cuando se le habla en el idioma del interés. Por eso es indispensable mostrarle que cada acción unilateral tendrá costos concretos para la economía que dice proteger. Detallar con precisión cuántos empleos en estados industriales estadounidenses dependen de autopartes ensambladas en Puebla, cuántas cadenas logísticas se verían interrumpidas si se paralizan exportaciones por Laredo, cuántas empresas perderían acceso a insumos estratégicos si se socava el marco de reglas trilaterales. Esa es la narrativa que puede disuadir, no la amenaza vacía ni el silencio protocolario.

El T-MEC requiere una defensa técnica y política. México puede exigir el cumplimiento pleno de las reglas de origen, la operatividad de los mecanismos de solución de controversias y el respeto a sus decisiones en política energética dentro del marco legal. Pero también puede proponer ajustes que fortalezcan el tratado: cláusulas de integración tecnológica, coordinación digital, armonización regulatoria en sectores emergentes, cooperación en cadenas de suministro resilientes ante conflictos geopolíticos. Un T-MEC adaptado al tiempo que vivimos, pero inalterable en sus principios de equidad y certidumbre, el cual, estoy convencido que desde la Secretaría de Economía que preside Marcelo Ebrard, tienen total claridad en los argumentos.

Frente a la presión migratoria, es momento de abandonar las soluciones defensivas y presentar una nueva arquitectura migratoria. Una arquitectura que proponga corredores de movilidad legal entre ambos países, con cuotas anuales para trabajadores en sectores clave de la economía estadounidense, supervisadas por un sistema binacional de registro, que proteja derechos y garantice trazabilidad. Que contemple además el reconocimiento mutuo de títulos y competencias técnicas, para permitir que talento formado en México acceda a vacantes estructurales en salud, energía, logística y construcción especializada. Que apueste por una alianza regional para el desarrollo de Centroamérica, donde México actúe como articulador de proyectos productivos, tecnológicos y logísticos que generen empleo en origen, transformando la lógica de contención en una lógica de inversión. Y que proponga también un sistema compartido de registro biométrico y trazabilidad legal para evitar duplicidades, desapariciones y abusos en el proceso migratorio. Estos elementos pueden presentarse no como exigencias, sino como soluciones. Ofrecen a Estados Unidos una alternativa eficaz y racional frente a una presión interna creciente. A diferencia de las políticas de contención, esta visión puede convertirse en un marco de corresponsabilidad con efectos tangibles.

Claudia Sheinbaum puede marcar el inicio de una etapa distinta. Frente a Trump, el estilo no requiere gritos ni aplausos, sino templanza. Una visión clara, firme y respetuosa. Una narrativa basada en hechos. Reivindicar la historia compartida del tratado. Mostrar los beneficios recíprocos de la integración. Proponer en vez de reaccionar. Construir en vez de señalar. Defender el interés nacional con serenidad estratégica.

La presión no se enfrenta con miedo ni con gestos simbólicos. Se enfrenta con estructura, con argumentos, con claridad. México puede ampliar sus horizontes, diversificar mercados, intensificar vínculos con Asia y Europa, proteger su industria con incentivos fiscales inteligentes, construir alianzas tecnológicas más allá del continente. Puede consolidar una diplomacia de soluciones, no de confrontaciones.

En este G7, México tiene una cita con su futuro. Se trata de mostrar que incluso en medio de las tensiones más ásperas, puede emerger un país que no se define por sus debilidades, sino por su capacidad de proponer. Un país que no se limita a sobrevivir en la geografía del poder, sino que ofrece ideas, caminos y arquitectura institucional. La historia se inclina hacia quienes entienden su momento. Y la diplomacia, cuando se ejerce con profundidad, puede ser la forma más alta de resistencia y construcción.

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