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Semillas de asombro

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Códigos de poder
David Vallejo

Cada año el mundo se detiene un instante para mirar a quienes ampliaron los límites del entendimiento. Pero en 2025, detrás de los nombres grabados en oro, se adivinan rostros de infancia. Los ganadores del Nobel fueron alguna vez pequeños curiosos que preguntaban por qué el cielo cambia de color o cómo un insecto logra sostenerse en el aire. Ninguno imaginaba que esas preguntas serían la raíz de un descubrimiento capaz de mejorar la vida de millones.

Susumu Kitagawa, Richard Robson y Omar Yaghi jugaron con estructuras invisibles. Hoy sus arquitecturas moleculares permiten purificar el aire y atrapar gases que dañan el planeta. Tal vez de niños juntaban piezas diminutas, intentando entender cómo encajaban los mundos. En sus manos la curiosidad se volvió ingeniería del vacío y arte del orden microscópico.

Mary Brunkow, Frederick Ramsdell y Shimon Sakaguchi dedicaron su vida a comprender la armonía del sistema inmune, esa orquesta silenciosa que evita que el cuerpo se destruya a sí mismo. Puede imaginarse a Sakaguchi en el jardín familiar, observando cómo una herida cicatriza, preguntándose qué fuerza invisible enseña a las células a reconocerse.

László Krasznahorkai escribe como si cada frase fuera una cuerda que sostiene el universo. En su infancia húngara descubrió que la belleza también puede doler, y que las palabras ofrecen refugio cuando todo parece derrumbarse. Su literatura recuerda que la imaginación es una forma de resistencia al terror, una lámpara encendida en medio del caos.

Aunque un premio que ha polarizado, María Corina Machado, Premio Nobel de la Paz, representa la valentía civil en medio de la tormenta. Una mujer en un país herido, que se levanta cada día y decide creer en la dignidad, en la voz y en la esperanza que se transmite sin uniformes militares.

Y entonces, al borde del cierre, apenas ayer, llega la palabra final: el Nobel de Economía 2025. Le fue otorgado a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt por su mirada sobre la innovación y ese movimiento profundo llamado destrucción creativa. Ellos explican una idea que late muy humana, que es para que lo nuevo florezca, lo viejo debe transformarse, ceder su turno. La innovación no es únicamente inventar, es permitir espacios para renacer.

Imagina a Mokyr, Aghion o Howitt de niños, con ojos asombrados ante un juguete que ya no sirve, que queda atrás al descubrir algo más ágil y audaz. Aprendieron temprano que el cambio enseña. Entendieron que cada generación hereda estructuras y la responsabilidad de reinventarlas.

Sus modelos y teorías se vuelven poesía para quienes creen que el progreso es un tejido colectivo. No es obra aislada, son manos que transforman, mentes que se siguen preguntando y espíritus que avanzan.

Cada Nobel de este año invita a pensar en la infancia como un territorio de posibilidades infinitas. Quizá ahí se siembra la chispa que años después florece en descubrimiento. Un niño que arma un rompecabezas, una niña que se asombra frente a una pregunta o un adolescente que persevera sin aplausos. Todos son potenciales autores de un hallazgo.

Los premios celebran el resultado, pero el verdadero homenaje pertenece al impulso inicial. Al momento en que alguien, sin testigos, decide intentar una vez más. A la maestra que encendió la curiosidad. Al padre que contó un cuento antes de dormir. A la madre que abrazó la duda de su hija y la convirtió en promesa.

Los Nobel son recordatorios de que cada pregunta puede cambiar el destino de la humanidad. Que detrás de cada fórmula hay un gesto infantil de asombro. Que la ciencia y el arte son prolongaciones del juego más antiguo del mundo, descubrir.

Quiero y decido creer que toda historia inmensa como la de cualquiera de los ganadores de este año, comenzó con un niño mirando el cielo o una niña observando un microscopio y preguntándose, con el corazón despierto, cómo funciona la vida.

¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si el asombro sobrevive al cansancio digital.

Placeres culposos: Our common nature de Yo-yo ma.

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