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La digestión del pensamiento

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Códigos de poder
David Vallejo

Durante décadas se pensó que la enfermedad de Alzheimer o el párkinson eran tormentas que se gestaban únicamente en el cerebro. Un misterio eléctrico y químico que aparecía sin aviso, como un destino escrito en los genes o en la vejez. Sin embargo, la ciencia comienza a mostrar que el origen de esas tormentas podría estar mucho más abajo, en la intimidad de nuestros intestinos. Un macroestudio reciente, liderado por la investigadora española Sara Bandrés-Ciga y basado en medio millón de registros clínicos y genéticos de Reino Unido, Gales y Finlandia, concluye que los trastornos digestivos duplican el riesgo de desarrollar enfermedades neurodegenerativas. La conexión intestino-cerebro deja de ser metáfora y se convierte en mapa de vulnerabilidades.

Lo fascinante es cómo se despliegan los datos. Quienes padecen gastritis crónica, esofagitis, colitis o deficiencias de vitaminas presentan un incremento significativo en la probabilidad de que la memoria o el movimiento se deterioren décadas después. La diabetes tipo 2 emerge como una alarma temprana. Diagnosticada quince años antes, eleva el riesgo de Alzheimer hasta en un setenta por ciento. La evidencia sugiere que el cuerpo no es un conjunto de órganos aislados, sino un sistema de vasos comunicantes donde la inflamación intestinal, las carencias nutricionales y el metabolismo definen la salud de las neuronas.

Esto tiene implicaciones profundas. Significa que la prevención de la demencia no debe comenzar en las clínicas de neurología, sino en las consultas de gastroenterología y endocrinología. Que cuidar el intestino y la microbiota no es un gesto cosmético de moda, sino una estrategia de salud pública con efectos sobre el futuro de la mente. El hallazgo abre un horizonte distinto, la posibilidad de retrasar o mitigar el deterioro cognitivo no mediante fármacos milagrosos, sino a través de una medicina sistémica que escuche lo que el estómago susurra al cerebro.

El estudio es también un recordatorio filosófico. El pensamiento occidental separó durante siglos el alma de la carne, la razón del instinto, la mente del cuerpo. Hoy la biología nos obliga a reconocer que la conciencia no flota en un espacio etéreo, sino que se ancla en la digestión, en la absorción de vitaminas, en la estabilidad de la glucosa. El yo que recuerda, sueña y crea depende de la química silenciosa que ocurre en el abdomen. Una idea que desarma las jerarquías clásicas entre lo alto y lo bajo, entre lo noble del pensamiento y lo vulgar de la digestión.

El gran aprendizaje es aceptar que la salud cerebral comienza con gestos cotidianos, el cuidado de la dieta, la atención al metabolismo, la vigilancia de síntomas digestivos que solemos minimizar. En ese terreno aparentemente banal se juega la posibilidad de una vejez lúcida. La memoria de los nombres amados, la capacidad de reconocer un rostro, la habilidad de mover las manos para escribir o acariciar, podrían depender de lo que sucede en un órgano tantas veces despreciado en la cultura.

La conexión intestino-cerebro redefine el mapa de la medicina y la filosofía. Somos una unidad indivisible y en ese entrelazamiento está también la fragilidad de lo humano. La digestión guarda secretos de la conciencia y el futuro de nuestras neuronas se decide en los pliegues de un intestino inflamado o en la simple falta de una vitamina.

¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA y mis intestinos inflamados lo permiten.

Placeres culposos: playoffs de la MLB en especial los juegos de Dodgers vs Phillies y el mundial de futbol sub 20.

Flores de Cempasúchil para Greis y Alo.

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